Jugando a ser grande

En una cancha, en la cual unos niños jugaban todas las tardes, la hierba y el pasto estaban muy crecidos. Así que un día, ellos, me avisaron que iban a chapolear. Llegaron con sus machetes de poco filo, sus estaturas que no rebasan el metro cuarenta, quizás ni el metro treinta. Llegaron y empezaron. Una, dos, tres punzadas al machete bastaron para que la hierba cayera dispareja, mal cortada, pero cayera, cediera. En sus manos, todavía, faltas de experiencia crecían ampollas que se rompían. El sol los cansaba y sus camisas terminaron amarradas en la mano para aliviar un poco el dolor del roce del machete sobre la herida o amarradas en la cabeza para evitar el olor insoportable de su cabello caliente.

Terminaron una parte y se sentaron en el piso. Se quejaban del sol, de las heridas, de la hierba que crece con la lluvia. Se sentaron a descansar y no tenían dinero para sentirse hombres grandes y comprarse la Coca Cola de tres litros, la jumbo, las aguas negras del capitalismo que alivian el dolor de cabeza de la jornada. No tenían dinero para eso y no tenían, tampoco, el dinero ni la edad para ir a comprar la caguama.

Les ofrecí dinero para un refresco, lo agarraron y se fueron a comprarlo. Por la ventana, de mi cuarto, vi que no era la jumbo, que no era la Coca Cola gigante, negra, sudorosa, lo que ahora servían en vasos, era un refresco de Fanta sabor fresa de dos litros. Estaban jugando a ser grandes sin dejar de ser niños. Les gustaba el sabor a fresa, les gustaba ese refresco, era para lo que les alcanzaba. Lo servían en los vasos y lo tomaban pausadamente ya que sabían que no había más. Sabían que el vaso se tenia que disfrutar lento, se tenia que saborear, sentir como el calor regresaba a su cuerpo, paradójicamente, al tomar algo totalmente frío. Tenían que sentir como parecía que el oxígeno por fin avanzaba al cerebro. Despacio lo tomaban, sabían que no alcanza para el segundo vaso.

Y estaban ahí, quejándose del sol. Sintiéndose por dentro orgullosos de saber ahora lo que sienten sus papás cuando salen de la casa desde la mañana, lo que sienten cuando se van, por las tardes, a la segunda jornada de la corta de mango. Ahora saben, estos niños, lo que es chapolear. Ya practicaron en lugar ajeno, donde saben nadie les va a criticar el trabajo y llegará el día en que tengan que hacerlo en su propia casa. Tendrán ya practica, no serán tan malos, y ahora sí tomarán su primer vaso de Coca Cola (que su hermano mayor habrá ido a comprar). Regularan su respiración apoyando la espalda sudorosa contra la pared y escuchando a su papá, hacer lo mismo, a unos cuantos centímetros. Qué afortunado es ser pequeño.

Siempre han dicho que ser chamaquito es lo mejor. Yo también lo decía cuando llenaba mi solicitud de voluntaria. Mi plan de acción eran los niños, porque, creía que todos deberíamos de ser como ellos y no es cierto. Ser niño es tan bueno como ser adolescente, como ser adulto, como ser anciano. Decir que lo mejor es ser niño es una mentira que nos hemos inventado para sobrellevar nuestra infelicidad.

Cuando eres chamaco no sabes, eres ignorante, desconoces muchas cosas, como siempre va a suceder, pero en esa etapa de la vida más. Ahora entiendo muchas cosas que, antes, no entendía. Ahora veo el mundo con otros ojos, ojos que solo dan los años, ojos que por más que nos esforcemos solo con el tiempo descubriremos. Ahora se lo idiota o pretenciosa que me escuchaba cuando creía saber y no reconocía que no sabía ni donde estaba parada ni de lo que hablaba.

Sé que dentro de años sabré lo que, ahora, no sé. Sucede que entre más se sabe, mas se envejece y se nos acaban las fuerzas para, ahora si, hacer las cosas como deben de ser y no como creíamos absurdamente, antes, que eran. Se nos acaban las fuerzas y vemos como se siguen repitiendo los mismos errores. Ahora que conocemos nadie nos quiere prestar atención, sólo los que ya saben lo mismo que nosotros.

Y envejecemos, nos hacemos grandes, día con día, vamos sabiendo lo que el otro no sabrá hasta el otro día, hasta el otro mes, hasta el año, hasta sabrá Dios cuando. Se nos acaban las fuerzas. Se nos fueron las oportunidades. Se nos pasaron los momentos, nunca pudimos ir contra el tiempo. Ahora quisiéramos volver a nuestra infancia y hacer las cosas de otra forma para que nuestra vida tome otro rumbo. Pero en ese tiempo, cuando éramos, no sabíamos y ahora estamos aquí, sin poder hacer nada, pero sabiendo.

Queremos volver a ser niños. Decimos que esa es la mejor etapa, porque ahí el silencio y la ignorancia, la indiferencia, embargan. Si eres niño nadie te juzga. No queremos los años menos por lo poético de volver a intentarlo, sino para poder esquivar, de por vida, responsabilidades. Cuando se es chamaquito no se hace nada y en el fondo eso es lo que queremos. Yo quisiera, no levantarme en todo un día y que mi mundo y el mundo de los demás no se me viniera abajo por mi desidia.

Queremos ser niños para descansar. Pero los veo a ellos, corriendo de lugar en lugar, saltando aquí y allá, macheteando arbustos que crecen donde van a jugar, cansando el cuerpo que por toda la vida van a llevar. Los veo haciendo eso que precisamente nosotros no haríamos, no diríamos, no soñaríamos, no pensaríamos, para no llevarnos tantos golpes, tantas desilusiones, para no parecer a veces tan idiotas y años después ni siquiera poder recordar la escena de la pena que nos empieza a embargar.

No, yo no quiero volver a mi infancia. Quiero que los niños tengan una infancia. Quiero que los adultos, los ancianos, que yo misma, recordemos esa etapa. Recordemos la sinceridad que teníamos, la felicidad que poseíamos y lo livianos que éramos, tanto, que podíamos alzar el vuelo.

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